viernes, 8 de abril de 2011

Prometo serte fiel

A casa viene Isabel. En realidad no viene un día de la semana específico sino, más bien, cuando yo grito desesperada y aparece en mi ayuda. Como cuando esos kilos de ropa sucia dando vueltas por ahí cobran vida y me amenazan. O cuando los platos sucios de la cena no fueron lavados por el que no cocinó (regla número uno de Mi casa: el que cocina no lava) y se le sumaron los del desayuno, almuerzo, merienda y… ya no hay platos limpios para cenar.


A veces pasa, en Mi casa, que durante semanas somos capaces de no necesitar a Isabel. Entonces estamos armónicamente organizados. Uno pone un lavarropas y el otro lo cuelga, uno lo descuelga y el otro dobla. Y todo parece felicidad eterna y absoluta, como el paraíso. Como una heladería que sólo tiene gustos “a la crema”. En ese mismo edén, jamás quedan toallas húmedas a los costados de la cama ni medias hechas bolita al lado del bidet. Nunca jamás se llena de sarro la jabonera de la ducha ni se hacen telarañas en el living. Hasta mini-Mi sintoniza el mismo canto de sirenas y hace su cama, torcida pero la hace. Y junta juguetes.


Pero una mañana vuelvo a ver el tuco en los platos de la cena sobre la mesa (porque, si no se lavan, ni se levantan) a la hora del café con leche, cual deja vú, y el círculo comienza again and again: mensaje de texto a Isabel.


Isabel a veces barre mal antes de pasar el trapo. Eso deja pelusas espantosas en los zócalos. Otras, no se acuerda el orden correcto de los almohadones del sillón negro y el asiento queda abultado porque en realidad es el respaldo. A Isabel le chupa un reverendo huevo que yo le diga que en el escurridor las cucharas van de un lado, tenedores del otro y los cuchillos para abajo. Y hace una orgía de cubiertos que se tocan entre todos y atraviesan las barreras de lo visualmente tolerable. También le entra por un oído y le sale por el otro el temita de los adornos. Y la biblioteca se hunde junto con todo su contenido, como si se la tragara la pared.


Cuando Isabel se va, paso horas poniendo los cubiertos en el orden correcto y despegando libros del fondo, poniendo las almohadas en la ubicación adecuada y sacudiendo el respaldo del sillón para volverlo el asiento.


Mi marido odia esas horas que paso porque las relato con violencia y en voz fuerte y clara mientras las vivo. O sea, todos las padecemos. Y siempre me pregunta si no quiero buscar a otra. Entonces me horrorizo y me persignaría, si no fuese tan atea como soy, para demostrarle que lo que dice, por Dios, cruz diablo!.


Isabel tiene defectos, como todos. Pero jamás pensaría en perderla pues eso es tentar a la suerte. Siempre pueden llegar a presentarme a Mercedes y que se le pince la lumba (?), o a Nora y que me hable mucho… o a Raquel. O a tu abogado de familia. Porque sí, yo prefiero cambiar el marido. Pero, sabelo, jamás me separaría de Isabel.

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